lunes, 23 de abril de 2012

Paciencia, según los viejos


Los ambiciosos, sostengo, nacen ambiciosos, crecen ambiciosos, y sí, mueren ambiciosos. A lo largo de sus vidas conquistan cimas, se hacen de fama y prestigio, dan con hallazgos nunca antes siquiera imaginados y se mueren construyendo sus sueños. Son gente con el valor de ir en contra de la corriente, polémicos, pero con el coraje suficiente para ganarse el respeto de sus colindantes, de marcar una época con las consecuencias de sus actos, de ganarse un lugar en la historia haciendo uso de sus talentos, pero por lo regular, les toma lustros, décadas, hasta mitades de siglo redondear sus deseos.

A decir verdad, he tenido la fortuna de conocer a unos cuantos de ese tipo de gente aspirando a cosas grandes, y desde hace mucho tiempo, años, he disfrutado escuchar sus anhelos. No pocos, aseguraban, aparecerían en la portada de la revista Time como el hombre del año por sus hazañas, fueran cuales fueran, políticas o empresariales, antes de que cumplieran los treinta.

Muchos de ellos ya han encontrado su cauce, son como se les llama a los talentos con potencial, pero con poca experiencia, jóvenes promesas, sin embargo, a pesar de sus virtudes que no pasan de largo en los campos donde se desarrollan, distan mucho de cristalizar un reconocimiento de índole histórico; entonces al darse cuenta que el tiempo no está de su lado, se frustran, se quieren tirar a un vacío y ya todo, absolutamente todo, lo ven perdido.

Paciencia, según los viejos, es indispensable para cosechar éxitos, porque los triunfos dignos de ser recordados, deben trabajarse como se labra la tierra, también constancia. Ambas, de la mano, según los sabios, llevan a la victoria, pero si a su vez se quiere ser feliz, uno no puede andar bajo la presión del cronómetro o achicarse ante los éxitos apabullantes de Mark Zuckerberg o dejarse presionar por lo que digan los padres o compararse con aquellos que nos llevan ventaja o caer en el exceso de análisis que encalla a cualquiera.

Llegan cuando deben de hacerlo, a su preciso momento, entonces será mejor seguir los consejos de quienes ya han recorrido más el sendero, deshacernos de los relojes, y mientras se dan, ser felices. Sí, aún cuando no seamos de la dimensión de los gigantes habitando nuestras visiones de nosotros mismos en un futuro cercano. Sí, aún cuando no hayamos superado al fundador de la red social de mayor tráfico en el mundo.




miércoles, 11 de abril de 2012

Creciendo como los de American Pie

No planeábamos vernos ayer, pero se nos acomodó la oportunidad y no la desaprovechamos. Estando en la sala de su casa, dimos con esa película, la de American Pie: El Reencuentro.

No estaba con el humor de ver una comedia; mucho menos si se trataba de chatarra gringa, pues me había invadido lo que siempre he considerado una excusa para justificar la pereza de escritor: el ya muy trillado writer´s block. Eran las ocho con diez y la función, anunciaba la cartelera, empezaría en menos de 10 minutos. Salimos en cuanto pudimos al recinto cinematográfico ubicado en las faldas del sur de la ciudad. La cola era inmensa, entonces haciendo una especie de trampa, acudimos a las cajas automáticas para hacernos de un par de boletos.

Lau se metió a la sala sin mi compañía en contra de su voluntad; alguien tenía que ver el comienzo, de no ser así, nadie nos pondría al tanto de lo sucedido en las primeras escenas del film. Tardé nueve eternos y condenados pasos del minutero para tener entre mis manos un bote de palomitas edición especial de The Avengers por 17 pesos más –hubiera pagado en mi desesperación hasta las perlas de la virgen por ser despachado con la mayor rapidez posible si las hubiese tenido– y un refresco JUMBO que ni después de haber cruzado el desierto del Sahara nos hubiéramos podido terminar.

Hace 13 años, con mis escasos 12, un viernes por la tarde, después de una ardua jornada de estudiante de quinto de primaria, asistí a la función de la que se volvería una insignia de nuestra generación por su acertado retrato de nuestra necesidad de vivir a prisa, de hacer cuanto no nos correspondía en ese momento para deshacernos de una buena vez de los niños que éramos para convertirnos en hombres, no de bien, pero si en hombres. En aquel entonces ni siquiera habíamos acabado la primaria y los personajes de aquella producción estaban por terminar la preparatoria, pero el objetivo de ellos, tanto el de nosotros, ese es el punto, era el mismo: crecer sin importar qué, crecer sin preocuparnos por el precio a pagar.

La segunda y la tercera entrega de American Pie, se volvieron una oda a la resistencia a envejecer. La única diferencia entre éstas, fueron las circunstancias en las cuales se llevaron acabo los encuentros. Una, giraba alrededor del regreso a la ciudad natal ya siendo universitarios de los protagonistas para las vacaciones de verano. La otra, la boda entre la niña orgullosa de asistir a los band camps y el bobo quien terminó con un apple pie en donde nadie querría tenerlo postrado frente a su padre.

Sin embargo, ya esta cuarta, acepta, el tiempo no se detiene; dejar de crecer es imposible, inevitable. Duela a quien le duela. Aunque quisiéramos, no podemos permanecer en pool parties o en lo semejante en México. En mi caso, nada pudo detener a mi buen amigo Viesca a aceptar una oferta de trabajo en Miami y dejarnos, a muchos a irse ya en un santiamén de maestría. Nadie podrá parar a Juan a que no se case en un tiempo no muy lejano, nada podrá evitar, sólo la muerte, que en ocho días cumpla veintiséis años. Y bajo estas reflexiones terminé aterrado cuando los créditos aparecieron; cuestionándome si siempre desearemos lo imposible: ser hombres cuando somos niños, ser niños cuando ya somos hombres.