jueves, 11 de octubre de 2012

Con tan sólo un click


Tiene un rato que no nos encontramos en este espacio. Los motivos son muchos. El primero de ellos, cambié de trabajo y ahora me queda poco tiempo para darle rienda a mis locuras e imprudencias. Pretextos, no son más que pretextos y les pido una disculpa. Si uno verdaderamente quiere compartir un par de ideas, encuentra la manera de hacerse  un hueco y sentarse a escribir.

              Hoy quiero aprovechar para compartirles una experiencia que me sacudió el alma. Hace unos días entré a mi página de Facebook y tenía una solicitud de amistad que en un principio pensé que se trataba de una extraña tratando de acumular amigos por morbo o para incrementar una cifra capaz de ser sinónimo de popularidad. Resultó que teníamos un solo amigo en común: mi hermana Paola. Esta coincidencia me detuvo a desecharla de inmediato y mi curiosidad pudo más que mi apatía hacia los desconocidos que quieren pertenecer a lo que no deberían.

El rostro no me llevaba a ningún lado ni la fotografía de un bosque austriaco por detrás de él. “Sofía Barden, Sofía Barden, ¿quién será?”, me preguntaba hasta que la memoria me arrojó como si fuese un ladrillo la identidad de esa mujer con los brazos obesos, de mirada triste, con pelo castaño que, siendo honesto con ustedes, no le favorecía en lo más mínimo.

Se trata de mi prima, de la hermana gemela de Diana quien aún se encuentra extraviada porque hace años no se nada, absolutamente nada de ella. También es hermana de Nadia, la Nadia risueña y encantadora que a todos nos supo ganar en la familia. Y por si fuera poco, también de aquel bebé que apodaban el “Cuppy”, y por lo poco que he escuchado, ahora ya no es ningún bebé y está metido en quien sabe que tanta cosa, y quienes le han visto fotografías recientes, aseguran que se la vive de escándalo en escándalo.

A esa Sofía Barden la última vez que la vi fue en Cuernavaca; era una niña de no más de 8 años. No volvimos a vernos debido a un pleito familiar que no encontró solución en ninguna puerta y la distancia no ayudó. Sofía y sus hermanos viven en Alemania, porque Chayo, la hermana de mi padre, se dejó enamorar por aquel hombre de espaldas anchas y barbas rubias que decidió llevársela a un poblado a media hora de Bremen. Lo último que supimos de ellos, es que el padre, un neurótico sin perdón de Dios, los había abandonado así como Sofía abandonó a la pequeña que fue para convertirse en la mujer pálida que veo en el retrato colgando de su cuenta.

Sofía me ha buscado sin importarle que no hable alemán ni ella español, a pesar de la distancia entre la población en la que viva en la actualidad y esta ciudad hecha un caos. Sofía tuvo la capacidad de dejar un pasado obstruyéndole para darle paso a un futuro donde si se pueda construir. Sofía se atrevió a derribar esas barreras y conectarse con sus raíces con tan sólo un click, con tan sólo un click que mucho de nosotros no nos hemos atrevido a dar. 

viernes, 6 de julio de 2012

Hoy exijo un ejemplo



Me he resistido a hablar de política en este espacio. Lo he hecho desde cuando inicié Entre locos y Garabatos, aún siendo, junto con el cine y la literatura, una de las pasiones que mueven mi vida. Sin embargo, hoy voy a permitirme una excepción.

Daniel Miranda, un joven poeta y compañero mío del Centro Literario Xavier Villaurrutia a quien admiro por la dedicación que le imprime a cada uno de sus versos y por su valiente decisión de abandonar todo, absolutamente todo, por sus letras, ha decidido retirarme la palabra.

¿Por qué? Porque me considera priísta.

Esa sospecha le ha sido suficiente razón para insultarme: “¿Ya fuiste a Soriana a cobrar lo de tu voto, vendido?” Me rio, pretendo no haberlo escuchado. En el transcurso de la semana me ha escrito mensajes en tono de amenaza como si las irregularidades hubieran sido orquestradas por quien hoy les escribe. Aquí, uno de ellos: “El pueblo votó y Peña no ganó. Si no hay solución, habrá revolución. Entiéndanlo ya, no habrá imposición." Mi respuesta, el silencio. El respeto, perdido.

Lo peor de todo es que nuestro caso, el de Daniel y el mío, no es único; es a escala nacional. Ciudadanos se declaran enemigos los unos a los otros sin si quiera detenerse a escuchar al prójimo. Se emiten juicios sin sustento. No hay diálogo, sólo monólogos. Pulula odio generando más de él, diferencias entre unos cuantos provocan indiferencia en muchos.

El resultado, un país dividido.

Tan preocupante es una barrera entre dos naciones como las millones de barricadas aislando a quienes comparten una identidad, centenares de problemáticas, una insignia sobre un pasaporte.

Señora Josefina Vázquez Mota, señores Enrique Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador y Gabriel Ricardo Quadri de la Torre, hoy exijo un ejemplo de unidad de la clase política. Les pido que hagan a un lado sus posturas partidistas, las pugnas. Construyan, avancen, expulsen la parálisis; instauren armonía. 


Trabajen por algo más grande, por México.

De este modo, quizá, Daniel y yo, volvamos a ser amigos algún día.

martes, 12 de junio de 2012

Entrevistando pintores


Miércoles por la noche. El olor a pino invade el olfato de cualquiera cerca de la Academia de Policía de Desierto de los Leones. Doy, después de varios intentos fallidos, con el número donde detrás de una portón de lamina oxidada, entre otras casas, está la de los artistas emergentes a entrevistar. Se escuchan ladridos; ellos me guían hasta la puerta principal. Subo un par de escalones. Desde ese punto, puedo observar un hombre de melena medianamente larga y ondulada mirando los cuadros vistiendo cada centímetro de la pared de una habitación que al parecer funciona como un estudio.

Toco el timbre. Me recibe portando una chamarra con lana de borrego rodeando sus contornos el mismo sujeto a quien unos instantes antes me encontraba espiando con disimulo. Su voz dócil me invita a pasar. Su nombre es Federico, Federico Carrara, y me guía por un pasillo en el que dejamos atrás una recamara, que más recamara, es un criadero de perros, hacia mi encuentro con Roberto Escoto: su compañero, socio, su mayor crítico, la voz de su conciencia artística.

Un lienzo a medio pintar se postra sobre un caballete mientras le cae la luz tenue derramada por una lámpara antigua. Detrás de él, recargándose en el pared bajo la ventana, se encuentra el cuadro de una mujer llamado Equinoccio. “¿Es hiperrealismo?”, les preguntó refiriéndome a esa obra y dando el banderazo de salida a mi interrogatorio. “Mhmm… pues sí”, contesta Federico después de una breve pausa, mientras se frota con su mano izquierda la barba delgada protegiendo su rostro como si fuese un filósofo. 

Roberto, con delicadeza, interviene: “Es una fusión de arte óptico e hiperrealismo, pero lo que nunca queremos llegar a ser es este punto del hiperrealismo que es una cosa muy cruda donde se pueden ver hasta los poros y cada pelo de una ceja”, haciendo uso de sus manos le da los énfasis necesarios a su comentario.

Roberto es fotógrafo. Él es quien trabaja con los colores, el responsable de realizar el scouting para encontrar la imagen idónea para pintarse. Federico, en cambio, se hace a la tarea de aterrizar en el lienzo las ideas sobre la tela, usando su técnica, explotando su virtud de la paciencia para llegar a las formas y colores deseados. Sus creaciones remiten al renacimiento, sin embargo tienen ciertos tintes góticos y su admiración por el cuerpo humano, sobretodo el femenino, está presente en cada una de ellas. “Son fanáticos del renacimiento por lo que veo…”, digo queriendo provocar, revelen los orígenes de su estilo. “El renacimiento nos gusta mucho, el barroco, el simbolismo, el arte prerrafaelista”, participan los dos e impresiona la fuerte conexión mental entre ambos; no atropellan las palabras uno del otro ni por equivocación.

“¿Porqué no los firman?”, los cuestiono. “No nos gusta, sentimos que rompe con la estética total del cuadro, se vuelve una manchita. Rompe con la ilusión”. Federico ahonda en el tema y me explica con calma que no es algo propiamente de ellos ni tampoco se trata de uno de sus caprichos. Sostiene, se ha vuelto una tendencia a pesar de la inconformidad de muchos galeristas y coleccionistas. Por lo tanto, en muchas ocasiones, no les queda otra alternativa y terminan por rubricarlos.

Después de casi cuarenta y cinco minutos de analizar su estilo y la obras derivadas de él, me invitan a pasar a su sala. Me sientan frente a una caja de luz teniendo por detrás el cuadro de una joven presumiendo las curvas pronunciadas, el pelo terso, los labios gruesos. “¿Todos son suyos?”, responden que sí. “Es nuestro stock personal estos no los vendemos ni los exhibimos; ya forman parte de nuestra casa tanto como sus muros”. Me invade la curiosidad del costo promedio de un pedazo de su creatividad. “¿En cuánto se vendió su primer cuadro?” Se miran volviéndose cómplices y les brotan a los dos risas ligeras. “Los primeros se vendieron muy bien, pero desgraciadamente nos robaron. En fin, el primero lo vendimos en cerca de 30,000 mil pesos”. En seguida me ofrecen un té.  Después de unos cuantos minutos, ya estamos charlando sobre sus vidas personales, y los dos artistas, como si fuesen uno, revuelven con sus respectivas cucharas el contenido de sus vasos ámbar con la misma parsimonia. Vuelve a caerme el veinte: esa es su clave, esa es su principal herramienta; su capacidad de hacer equipo y de no hartarse.
  
“Hemos ido por el camino difícil”, expresa, Federico, con un orgullo moderado. Y sí, sin duda lo han hecho, pero quizá, esperemos, estar recorriendo esa terracería los llevé a los museos donde les gustaría tener un cuadro colgado. En el Museum of Modern Art de Nueva York, en el National Tate Gallery de Londres, en el Georges Pompidou de Paris.

Nuestro encuentro llegó a su fin, pero antes de irnos, tanto el fotógrafo como yo, nos retratamos con estos dos jóvenes orgullosos de ser mexicanos con un futuro prometedor, porqué estamos seguros, llegarán hacer  historia y revolucionaran la pintura hecha en este país de múltiples colores, tonalidades y esencias.

martes, 29 de mayo de 2012

Lo que comen las termitas



Les dejo un cuento acerca de las consecuencias que tiene caer en la necedad de no aceptar las circunstancias ajenas, ojalá lo disfruten.

Lo que comen las termitas

Después del novenario de su padre, Francisco José, bautizado así en honor al Emperador de Austria, admiraba desde el otro lado de la banqueta la casa colonial que le había sido heredada con lágrimas recorriéndole el rostro; las del lado izquierdo, por la pérdida de su ser querido; las del lado derecho, por la riqueza a su disposición a partir de ese entonces.

Sacó la llave de hierro. La insertó con fuerza; debía dejarle en claro a la puerta quien era el nuevo dueño. Entró como si siempre hubiera sido suya, como si hubiera crecido en aquella construcción por azares del destino y no por el esfuerzo de quien siempre estuvo al pendiente de asustar a la ausencia de alimento sobre la mesa.

Miró al techo, el viento entrando por las ventanas había hecho enfadar a los candelabros vieneses y sus murmullos delatando su repulsión hacia el intruso, no pudieron ahorrárselos. Poco después, vino el silencio. Tomó asiento en el banco del piano de cola alemán y contempló por casi una hora los cuadros que fungían como ornamentos de las paredes cubiertas de caoba, las mesas y las sillas bañadas en oro de dieciocho quilates, los tapetes gigantescos del medio oriente sobre el parquet francés, los marfiles de la India y las tazas de porcelana del Singapur dentro de una vitrina.

Se levantó. En seguida se acercó al teléfono de disco reposando sobre una de las mesas, que más que mesa, era una reliquia y marcó el número correspondiente a uno de sus hijos.

–Hijo mío, tu abuelo ha muerto y nos ha dejado su casa. Debes venir a verla porque algún día será tuya.

Horas después, aquel hijo suyo se presentó.

–Padre, lamento mucho su pérdida, pero lamento más la de los muertos en vida. ¿Qué piensa hacer con ella?

–Quedármela. No pienso remodelada y evita tus recomendaciones; aquí no necesitamos arquitectos minimalistas.

–No me parece, pero ahora que ha vuelto, haré mis intentos por visitarlo. –Le expresó el hijo a quien tanto amaba, pero al que nunca supo trasmitirle su amor. Antes de salir, le advirtió que se había percatado de la presencia de una par de termitas y le recalcó que no se necesitarían más para iniciar una plaga. 

Un par de meses después, regresó. La puerta estaba abierta. Entró. Sus pronósticos no habían sido erróneos. Un mar de los diminutos depredadores avanzaba con lentitud devorándose cuanto estuviese a su paso y a él lo encontró sentado justo donde lo había dejado: en el banco del piano. Lucía demacrado a pesar de la sonrisa extensa vistiéndole la cara.

–Padre, se lo advertí. Mire lo que está pasando y usted no hace nada.

Se quedo inmóvil esperando una respuesta mientras el viejo ignoraba su presencia. Decidió dejarlo y se prometió nunca más volver a visitarle, pero como todo mundo lo sabe, las promesas no son garantía de nada.

Volvió a regresar. La situación había empeorado. Las termitas se había devorado casi todo e inclusive algunas tenían el atrevimiento de caminarle por el cuerpo, de recorrerle el camino de la frente hasta la boca pasando sin pena sobre sus ojos abiertos.

–Esta plaga es una tragedia… ¿No le importa que sus nietos estén afuera y quieran conocer a su abuelo?

–Aquí no hay ninguna plaga y además las termitas no comen carne. Déjame en paz y disfrutar del placer que me ocasionan cuando me caminan por la piel.

Y así pasaron los años, el hijo prometiendo que no volvería y el padre sin importarle un carajo sus amenazas, hasta cuando el hijo murió en un accidente de coche, y el padre, sin que nadie lo supiera, sobre el banco del piano. Al hijo lo incineraron. Al padre, cuando ya no hubo más madera, las termitas lo devoraron. 

miércoles, 16 de mayo de 2012

Recuperando un recuerdo





–Carlos Fuentes se murió –le dije a mi padre cuando cruzó la puerta de la casa como si se hubiese tratado de un amigo entrañable. –Mira, no me digas, que cosas… –Me respondió con el entendimiento que su profesión de médico le ha brindado con respecto a la muerte.

–Sí, se murió. ¿Sabías que una vez lo vi en una conferencia? Voy a poder contarle a mis hijos que lo vi… –Le presumí. –Lo viste dos veces –me corrigió mientras revisaba la correspondencia.

Estábamos en el Centro Histórico de la Ciudad de México. No recuerdo la fecha exacta, sin embargo, sé que fue hace más de 15 años. 

Tampoco recuerdo que nos llevó hacía allá con precisión, pero es muy posible que nuestra visita se haya debido a un encargo por parte de alguna maestra de historia  a recorrer algún museo o los vestigios de la antigua Tenochtitlan.

Después de haber cumplido con la tarea, me llevó a dónde sus padres, cuando él también era un niño, solían llevarlo: a la Hostería de Santo Domingo, a unos escasos metros de la plaza hogar de cientos de imprentas.

Entramos al recinto. Pidió caldo tlalpeño y carne a la tampiqueña. El hijo, en ese entonces un glotón de primera, pidió lo mismo. 

Me puse a jugar con los cubiertos, a jalarle la corbata, a pedirle, me prestara su celular gigantesco para entretenerme en lo que llegaban nuestros sagrados alimentos. 

Estaba un poco estresado. Se le estaba haciendo tarde. Debía de regresar a atender a sus pacientes. 

–Hijito, deja de estar dando lata. Pon atención. Ese señor, el de la mesa de junto, es Carlos Fuentes, un escritor muy famoso –murmuró con la mayor prudencia posible.

–¿Quién?, ¿ese señor? –le pregunté gritando mientras lo señalaba y trataba de reconocer a quien había acusado de célebre.

–¡Te he dicho muchas veces que señalar es de mala educación y más si llevas un cuchillo en la mano! ¡Ya vez!, ¡ya hasta te volteo a ver!, qué pena… –me reprendió, y sí, de hecho volteó a verme; fue sólo un par de segundos, pero esos segundos le fueron suficientes para sonreírle, con disimulo, a mi falta de disciplina o a mi exceso de infancia.

Ayer recuperé ese recuerdo, uno que estaba jugando a las escondidillas y estuvo a punto de desaparecerse por siempre. 

Ahora podré decirles a mis hijos que no lo vi una vez, sino dos. Una de ellas, con el Doctor, que, entre muchas otras cosas, me enseñó quien era Carlos Fuentes.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Qué buena es


Ausencia por un par de semanas. Imperdonable. Por el compromiso que tengo con ustedes, pero sobretodo, con el que tengo conmigo.

Mi periodo de silencio dentro de este espacio, que abarca desde el 23 de abril hasta el presente día, no se debió a la muerte de alguno ni al exilio de nadie,  fue a raíz de una serie de sucesos, pequeños, que aislados no parecerían, pudieran hacer una diferencia, pero en su conjunto, la hicieron.

Entre ellos, regresé al nido después de casi un año de haber partido. Dejé el departamento de Santa Fe para regresar a la colonia donde crecí, la Florida, no la de Satélite, sino la de San Ángel.  Extrañaba sus abetos, las ardillas habitándolos, los pájaros cantando al cuarto para la una de la tarde colgando de sus ramas y que poco les importa que el sol haya salido ya hace más de siete horas. Extrañaba poder sacar a Patricio, mi perro, a caminar nuestro circuito habitual que nos lleva de la casa al San Ángel Inn con su respectivo regreso.

Haber retornado tiene muchas ventajas, es innegable; tener un refrigerador siempre dispuesto a regalar un tentempié a uno acostumbrado a estar vacío y con un sin número de bacterias, se agradece y mucho, estar a media hora de haberme despertado de la universidad donde imparto mis clases, no podría ser otra cosa más que una ventaja, y tener a Lau, mi novia, a un cigarro de distancia, es en toda la extensión de la palabra, una bendición.

Terminé un ciclo y comienzo un nuevo. Crecí en experiencia, en madurez. Algunos podrán pensar que he dado un paso hacia atrás, pero no es así. Vivir fuera de casa, me sirvió para valorarla, tanto a ella como a cada uno de sus habitantes, inclusive a los que están de entrada por salida como Rosa, la mujer quien ha dedicado más de diez años a mantener el órden en esta residencia.

Estoy feliz y es un hecho, porque hace una año las cosas eran muy diferentes a como son ahora. Hasta nuestro circuito, el de Patricio y mío, ya cuenta con un Starbucks más, con un Panda Express y próximamente con un Karl´s Jr. a lo largo de él.  Sé, son por menores, pero justo esos son los que le dan color a la vida y nos permiten decir de ella: “qué buena es”.

lunes, 23 de abril de 2012

Paciencia, según los viejos


Los ambiciosos, sostengo, nacen ambiciosos, crecen ambiciosos, y sí, mueren ambiciosos. A lo largo de sus vidas conquistan cimas, se hacen de fama y prestigio, dan con hallazgos nunca antes siquiera imaginados y se mueren construyendo sus sueños. Son gente con el valor de ir en contra de la corriente, polémicos, pero con el coraje suficiente para ganarse el respeto de sus colindantes, de marcar una época con las consecuencias de sus actos, de ganarse un lugar en la historia haciendo uso de sus talentos, pero por lo regular, les toma lustros, décadas, hasta mitades de siglo redondear sus deseos.

A decir verdad, he tenido la fortuna de conocer a unos cuantos de ese tipo de gente aspirando a cosas grandes, y desde hace mucho tiempo, años, he disfrutado escuchar sus anhelos. No pocos, aseguraban, aparecerían en la portada de la revista Time como el hombre del año por sus hazañas, fueran cuales fueran, políticas o empresariales, antes de que cumplieran los treinta.

Muchos de ellos ya han encontrado su cauce, son como se les llama a los talentos con potencial, pero con poca experiencia, jóvenes promesas, sin embargo, a pesar de sus virtudes que no pasan de largo en los campos donde se desarrollan, distan mucho de cristalizar un reconocimiento de índole histórico; entonces al darse cuenta que el tiempo no está de su lado, se frustran, se quieren tirar a un vacío y ya todo, absolutamente todo, lo ven perdido.

Paciencia, según los viejos, es indispensable para cosechar éxitos, porque los triunfos dignos de ser recordados, deben trabajarse como se labra la tierra, también constancia. Ambas, de la mano, según los sabios, llevan a la victoria, pero si a su vez se quiere ser feliz, uno no puede andar bajo la presión del cronómetro o achicarse ante los éxitos apabullantes de Mark Zuckerberg o dejarse presionar por lo que digan los padres o compararse con aquellos que nos llevan ventaja o caer en el exceso de análisis que encalla a cualquiera.

Llegan cuando deben de hacerlo, a su preciso momento, entonces será mejor seguir los consejos de quienes ya han recorrido más el sendero, deshacernos de los relojes, y mientras se dan, ser felices. Sí, aún cuando no seamos de la dimensión de los gigantes habitando nuestras visiones de nosotros mismos en un futuro cercano. Sí, aún cuando no hayamos superado al fundador de la red social de mayor tráfico en el mundo.