–Carlos Fuentes se murió –le dije a mi padre cuando
cruzó la puerta de la casa como si se hubiese tratado de un amigo entrañable. –Mira,
no me digas, que cosas… –Me respondió con el entendimiento que su profesión de
médico le ha brindado con respecto a la muerte.
–Sí, se murió. ¿Sabías que una vez lo vi en una
conferencia? Voy a poder contarle a mis hijos que lo vi… –Le presumí. –Lo viste
dos veces –me corrigió mientras revisaba la correspondencia.
Estábamos en el Centro Histórico de la Ciudad de
México. No recuerdo la fecha exacta, sin embargo, sé que fue hace más de 15
años.
Tampoco recuerdo que nos llevó hacía allá con precisión, pero es muy posible que nuestra visita se haya debido a un encargo por parte de alguna maestra de historia a recorrer algún museo o los vestigios de la antigua Tenochtitlan.
Tampoco recuerdo que nos llevó hacía allá con precisión, pero es muy posible que nuestra visita se haya debido a un encargo por parte de alguna maestra de historia a recorrer algún museo o los vestigios de la antigua Tenochtitlan.
Después de haber cumplido con la tarea, me llevó a
dónde sus padres, cuando él también era un niño, solían llevarlo: a la Hostería
de Santo Domingo, a unos escasos metros de la plaza hogar de cientos de imprentas.
Entramos al recinto. Pidió caldo tlalpeño y carne a
la tampiqueña. El hijo, en ese entonces un glotón de primera, pidió lo mismo.
Me puse a jugar con los cubiertos, a jalarle la corbata, a pedirle, me prestara su celular gigantesco para entretenerme en lo que llegaban nuestros sagrados alimentos.
Estaba un poco estresado. Se le estaba haciendo tarde. Debía de regresar a atender a sus pacientes.
Me puse a jugar con los cubiertos, a jalarle la corbata, a pedirle, me prestara su celular gigantesco para entretenerme en lo que llegaban nuestros sagrados alimentos.
Estaba un poco estresado. Se le estaba haciendo tarde. Debía de regresar a atender a sus pacientes.
–Hijito, deja de estar dando lata. Pon atención. Ese
señor, el de la mesa de junto, es Carlos Fuentes, un escritor muy famoso
–murmuró con la mayor prudencia posible.
–¿Quién?, ¿ese señor? –le pregunté gritando mientras
lo señalaba y trataba de reconocer a quien había acusado de célebre.
–¡Te he dicho muchas veces que señalar es de mala
educación y más si llevas un cuchillo en la mano! ¡Ya vez!, ¡ya hasta te volteo
a ver!, qué pena… –me reprendió, y sí, de hecho volteó a verme; fue sólo un par
de segundos, pero esos segundos le fueron suficientes para sonreírle, con
disimulo, a mi falta de disciplina o a mi exceso de infancia.
Ayer recuperé ese recuerdo, uno que estaba jugando a
las escondidillas y estuvo a punto de desaparecerse por siempre.
Ahora podré decirles a mis hijos que no lo vi una vez, sino dos. Una de ellas, con el Doctor, que, entre muchas otras cosas, me enseñó quien era Carlos Fuentes.
Ahora podré decirles a mis hijos que no lo vi una vez, sino dos. Una de ellas, con el Doctor, que, entre muchas otras cosas, me enseñó quien era Carlos Fuentes.
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