Miércoles por la noche. El
olor a pino invade el olfato de cualquiera cerca de la Academia de Policía de
Desierto de los Leones. Doy, después de varios intentos fallidos, con el número
donde detrás de una portón de lamina oxidada, entre otras casas, está la de los
artistas emergentes a entrevistar. Se escuchan ladridos; ellos me guían hasta
la puerta principal. Subo un par de escalones. Desde ese punto, puedo observar
un hombre de melena medianamente larga y ondulada mirando los cuadros vistiendo
cada centímetro de la pared de una habitación que al parecer funciona como un
estudio.
Toco el timbre. Me recibe
portando una chamarra con lana de borrego rodeando sus contornos el mismo
sujeto a quien unos instantes antes me encontraba espiando con disimulo. Su voz
dócil me invita a pasar. Su nombre es Federico, Federico Carrara, y me guía por
un pasillo en el que dejamos atrás una recamara, que más recamara, es un
criadero de perros, hacia mi encuentro con Roberto Escoto: su compañero, socio,
su mayor crítico, la voz de su conciencia artística.
Un lienzo a medio pintar se
postra sobre un caballete mientras le cae la luz tenue derramada por una
lámpara antigua. Detrás de él, recargándose en el pared bajo la ventana, se
encuentra el cuadro de una mujer llamado Equinoccio.
“¿Es hiperrealismo?”, les preguntó refiriéndome a esa obra y dando el banderazo
de salida a mi interrogatorio. “Mhmm… pues sí”, contesta Federico después de una breve
pausa, mientras se frota con su mano izquierda la barba delgada protegiendo su
rostro como si fuese un filósofo.
Roberto, con delicadeza, interviene:
“Es una fusión de arte óptico e hiperrealismo, pero lo que nunca queremos
llegar a ser es este punto del hiperrealismo que es una cosa muy cruda donde se
pueden ver hasta los poros y cada pelo de una ceja”, haciendo uso de sus manos le da los énfasis
necesarios a su comentario.
Roberto es fotógrafo. Él es
quien trabaja con los colores, el responsable de realizar el scouting para encontrar la imagen idónea
para pintarse. Federico, en cambio, se hace a la tarea de aterrizar en el
lienzo las ideas sobre la tela, usando su técnica, explotando su virtud de la
paciencia para llegar a las formas y colores deseados. Sus creaciones remiten
al renacimiento, sin embargo tienen ciertos tintes góticos y su admiración por
el cuerpo humano, sobretodo el femenino, está presente en cada una de ellas. “Son
fanáticos del renacimiento por lo que veo…”, digo queriendo provocar, revelen
los orígenes de su estilo. “El renacimiento nos gusta mucho, el barroco, el
simbolismo, el arte prerrafaelista”, participan los dos e impresiona la fuerte conexión
mental entre ambos; no atropellan las palabras uno del otro ni por
equivocación.
“¿Porqué no los firman?”, los
cuestiono. “No nos gusta, sentimos que rompe con la estética total del cuadro,
se vuelve una manchita. Rompe con la ilusión”. Federico ahonda en el tema y me
explica con calma que no es algo propiamente de ellos ni tampoco se trata de
uno de sus caprichos. Sostiene, se ha vuelto una tendencia a pesar de la
inconformidad de muchos galeristas y coleccionistas. Por lo tanto, en muchas
ocasiones, no les queda otra alternativa y terminan por rubricarlos.
Después de casi cuarenta y
cinco minutos de analizar su estilo y la obras derivadas de él, me invitan a
pasar a su sala. Me sientan frente a una caja de luz teniendo por detrás el
cuadro de una joven presumiendo las curvas pronunciadas, el pelo terso, los
labios gruesos. “¿Todos son suyos?”, responden que sí.
“Es nuestro stock personal estos no
los vendemos ni los exhibimos; ya forman parte de nuestra casa tanto como sus
muros”. Me invade la curiosidad del costo promedio de un pedazo de su
creatividad. “¿En cuánto se vendió su primer cuadro?” Se miran volviéndose
cómplices y les brotan a los dos risas ligeras. “Los primeros se vendieron muy
bien, pero desgraciadamente nos robaron. En fin, el primero lo vendimos en
cerca de 30,000 mil pesos”. En seguida me ofrecen un té. Después de unos cuantos minutos,
ya estamos charlando sobre sus vidas personales, y los dos artistas, como si
fuesen uno, revuelven con sus respectivas cucharas el contenido de sus vasos
ámbar con la misma parsimonia. Vuelve a caerme el veinte: esa es su clave, esa
es su principal herramienta; su capacidad de hacer equipo y de no hartarse.
“Hemos ido por el camino
difícil”, expresa, Federico, con un orgullo moderado. Y sí, sin duda lo han hecho,
pero quizá, esperemos, estar recorriendo esa terracería los llevé a los museos
donde les gustaría tener un cuadro colgado. En el Museum of Modern Art de Nueva York, en el National Tate Gallery de Londres, en el Georges Pompidou de
Paris.
Nuestro encuentro llegó a su
fin, pero antes de irnos, tanto el fotógrafo como yo, nos retratamos con estos
dos jóvenes orgullosos de ser mexicanos con un futuro prometedor, porqué
estamos seguros, llegarán hacer historia
y revolucionaran la pintura hecha en este país de múltiples colores,
tonalidades y esencias.