martes, 29 de mayo de 2012

Lo que comen las termitas



Les dejo un cuento acerca de las consecuencias que tiene caer en la necedad de no aceptar las circunstancias ajenas, ojalá lo disfruten.

Lo que comen las termitas

Después del novenario de su padre, Francisco José, bautizado así en honor al Emperador de Austria, admiraba desde el otro lado de la banqueta la casa colonial que le había sido heredada con lágrimas recorriéndole el rostro; las del lado izquierdo, por la pérdida de su ser querido; las del lado derecho, por la riqueza a su disposición a partir de ese entonces.

Sacó la llave de hierro. La insertó con fuerza; debía dejarle en claro a la puerta quien era el nuevo dueño. Entró como si siempre hubiera sido suya, como si hubiera crecido en aquella construcción por azares del destino y no por el esfuerzo de quien siempre estuvo al pendiente de asustar a la ausencia de alimento sobre la mesa.

Miró al techo, el viento entrando por las ventanas había hecho enfadar a los candelabros vieneses y sus murmullos delatando su repulsión hacia el intruso, no pudieron ahorrárselos. Poco después, vino el silencio. Tomó asiento en el banco del piano de cola alemán y contempló por casi una hora los cuadros que fungían como ornamentos de las paredes cubiertas de caoba, las mesas y las sillas bañadas en oro de dieciocho quilates, los tapetes gigantescos del medio oriente sobre el parquet francés, los marfiles de la India y las tazas de porcelana del Singapur dentro de una vitrina.

Se levantó. En seguida se acercó al teléfono de disco reposando sobre una de las mesas, que más que mesa, era una reliquia y marcó el número correspondiente a uno de sus hijos.

–Hijo mío, tu abuelo ha muerto y nos ha dejado su casa. Debes venir a verla porque algún día será tuya.

Horas después, aquel hijo suyo se presentó.

–Padre, lamento mucho su pérdida, pero lamento más la de los muertos en vida. ¿Qué piensa hacer con ella?

–Quedármela. No pienso remodelada y evita tus recomendaciones; aquí no necesitamos arquitectos minimalistas.

–No me parece, pero ahora que ha vuelto, haré mis intentos por visitarlo. –Le expresó el hijo a quien tanto amaba, pero al que nunca supo trasmitirle su amor. Antes de salir, le advirtió que se había percatado de la presencia de una par de termitas y le recalcó que no se necesitarían más para iniciar una plaga. 

Un par de meses después, regresó. La puerta estaba abierta. Entró. Sus pronósticos no habían sido erróneos. Un mar de los diminutos depredadores avanzaba con lentitud devorándose cuanto estuviese a su paso y a él lo encontró sentado justo donde lo había dejado: en el banco del piano. Lucía demacrado a pesar de la sonrisa extensa vistiéndole la cara.

–Padre, se lo advertí. Mire lo que está pasando y usted no hace nada.

Se quedo inmóvil esperando una respuesta mientras el viejo ignoraba su presencia. Decidió dejarlo y se prometió nunca más volver a visitarle, pero como todo mundo lo sabe, las promesas no son garantía de nada.

Volvió a regresar. La situación había empeorado. Las termitas se había devorado casi todo e inclusive algunas tenían el atrevimiento de caminarle por el cuerpo, de recorrerle el camino de la frente hasta la boca pasando sin pena sobre sus ojos abiertos.

–Esta plaga es una tragedia… ¿No le importa que sus nietos estén afuera y quieran conocer a su abuelo?

–Aquí no hay ninguna plaga y además las termitas no comen carne. Déjame en paz y disfrutar del placer que me ocasionan cuando me caminan por la piel.

Y así pasaron los años, el hijo prometiendo que no volvería y el padre sin importarle un carajo sus amenazas, hasta cuando el hijo murió en un accidente de coche, y el padre, sin que nadie lo supiera, sobre el banco del piano. Al hijo lo incineraron. Al padre, cuando ya no hubo más madera, las termitas lo devoraron. 

miércoles, 16 de mayo de 2012

Recuperando un recuerdo





–Carlos Fuentes se murió –le dije a mi padre cuando cruzó la puerta de la casa como si se hubiese tratado de un amigo entrañable. –Mira, no me digas, que cosas… –Me respondió con el entendimiento que su profesión de médico le ha brindado con respecto a la muerte.

–Sí, se murió. ¿Sabías que una vez lo vi en una conferencia? Voy a poder contarle a mis hijos que lo vi… –Le presumí. –Lo viste dos veces –me corrigió mientras revisaba la correspondencia.

Estábamos en el Centro Histórico de la Ciudad de México. No recuerdo la fecha exacta, sin embargo, sé que fue hace más de 15 años. 

Tampoco recuerdo que nos llevó hacía allá con precisión, pero es muy posible que nuestra visita se haya debido a un encargo por parte de alguna maestra de historia  a recorrer algún museo o los vestigios de la antigua Tenochtitlan.

Después de haber cumplido con la tarea, me llevó a dónde sus padres, cuando él también era un niño, solían llevarlo: a la Hostería de Santo Domingo, a unos escasos metros de la plaza hogar de cientos de imprentas.

Entramos al recinto. Pidió caldo tlalpeño y carne a la tampiqueña. El hijo, en ese entonces un glotón de primera, pidió lo mismo. 

Me puse a jugar con los cubiertos, a jalarle la corbata, a pedirle, me prestara su celular gigantesco para entretenerme en lo que llegaban nuestros sagrados alimentos. 

Estaba un poco estresado. Se le estaba haciendo tarde. Debía de regresar a atender a sus pacientes. 

–Hijito, deja de estar dando lata. Pon atención. Ese señor, el de la mesa de junto, es Carlos Fuentes, un escritor muy famoso –murmuró con la mayor prudencia posible.

–¿Quién?, ¿ese señor? –le pregunté gritando mientras lo señalaba y trataba de reconocer a quien había acusado de célebre.

–¡Te he dicho muchas veces que señalar es de mala educación y más si llevas un cuchillo en la mano! ¡Ya vez!, ¡ya hasta te volteo a ver!, qué pena… –me reprendió, y sí, de hecho volteó a verme; fue sólo un par de segundos, pero esos segundos le fueron suficientes para sonreírle, con disimulo, a mi falta de disciplina o a mi exceso de infancia.

Ayer recuperé ese recuerdo, uno que estaba jugando a las escondidillas y estuvo a punto de desaparecerse por siempre. 

Ahora podré decirles a mis hijos que no lo vi una vez, sino dos. Una de ellas, con el Doctor, que, entre muchas otras cosas, me enseñó quien era Carlos Fuentes.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Qué buena es


Ausencia por un par de semanas. Imperdonable. Por el compromiso que tengo con ustedes, pero sobretodo, con el que tengo conmigo.

Mi periodo de silencio dentro de este espacio, que abarca desde el 23 de abril hasta el presente día, no se debió a la muerte de alguno ni al exilio de nadie,  fue a raíz de una serie de sucesos, pequeños, que aislados no parecerían, pudieran hacer una diferencia, pero en su conjunto, la hicieron.

Entre ellos, regresé al nido después de casi un año de haber partido. Dejé el departamento de Santa Fe para regresar a la colonia donde crecí, la Florida, no la de Satélite, sino la de San Ángel.  Extrañaba sus abetos, las ardillas habitándolos, los pájaros cantando al cuarto para la una de la tarde colgando de sus ramas y que poco les importa que el sol haya salido ya hace más de siete horas. Extrañaba poder sacar a Patricio, mi perro, a caminar nuestro circuito habitual que nos lleva de la casa al San Ángel Inn con su respectivo regreso.

Haber retornado tiene muchas ventajas, es innegable; tener un refrigerador siempre dispuesto a regalar un tentempié a uno acostumbrado a estar vacío y con un sin número de bacterias, se agradece y mucho, estar a media hora de haberme despertado de la universidad donde imparto mis clases, no podría ser otra cosa más que una ventaja, y tener a Lau, mi novia, a un cigarro de distancia, es en toda la extensión de la palabra, una bendición.

Terminé un ciclo y comienzo un nuevo. Crecí en experiencia, en madurez. Algunos podrán pensar que he dado un paso hacia atrás, pero no es así. Vivir fuera de casa, me sirvió para valorarla, tanto a ella como a cada uno de sus habitantes, inclusive a los que están de entrada por salida como Rosa, la mujer quien ha dedicado más de diez años a mantener el órden en esta residencia.

Estoy feliz y es un hecho, porque hace una año las cosas eran muy diferentes a como son ahora. Hasta nuestro circuito, el de Patricio y mío, ya cuenta con un Starbucks más, con un Panda Express y próximamente con un Karl´s Jr. a lo largo de él.  Sé, son por menores, pero justo esos son los que le dan color a la vida y nos permiten decir de ella: “qué buena es”.