Les dejo un cuento acerca de las consecuencias que tiene caer en la necedad de no aceptar las circunstancias ajenas, ojalá lo disfruten.
Lo que comen las termitas
Después del novenario de su padre, Francisco José, bautizado así en honor
al Emperador de Austria, admiraba desde el otro lado de la banqueta la casa
colonial que le había sido heredada con lágrimas recorriéndole el rostro; las
del lado izquierdo, por la pérdida de su ser querido; las del lado derecho, por
la riqueza a su disposición a partir de ese entonces.
Sacó la llave de hierro. La insertó con fuerza; debía dejarle en claro a la
puerta quien era el nuevo dueño. Entró como si siempre hubiera sido suya, como
si hubiera crecido en aquella construcción por azares del destino y no por el
esfuerzo de quien siempre estuvo al pendiente de asustar a la ausencia de
alimento sobre la mesa.
Miró al techo, el viento entrando por las ventanas había hecho enfadar a
los candelabros vieneses y sus murmullos delatando su repulsión hacia el
intruso, no pudieron ahorrárselos. Poco después, vino el silencio. Tomó asiento
en el banco del piano de cola alemán y contempló por casi una hora los cuadros
que fungían como ornamentos de las paredes cubiertas de caoba, las mesas y las
sillas bañadas en oro de dieciocho quilates, los tapetes gigantescos del medio
oriente sobre el parquet francés, los marfiles de la India y las tazas de
porcelana del Singapur dentro de una vitrina.
Se levantó. En seguida se acercó al teléfono de disco reposando sobre una
de las mesas, que más que mesa, era una reliquia y marcó el número
correspondiente a uno de sus hijos.
–Hijo mío, tu abuelo ha muerto y nos ha dejado su casa. Debes venir a verla
porque algún día será tuya.
Horas después, aquel hijo suyo se presentó.
–Padre, lamento mucho su pérdida, pero lamento más la de los muertos en
vida. ¿Qué piensa hacer con ella?
–Quedármela. No pienso remodelada y evita tus recomendaciones; aquí no
necesitamos arquitectos minimalistas.
–No me parece, pero ahora que ha vuelto, haré mis intentos por visitarlo.
–Le expresó el hijo a quien tanto amaba, pero al que nunca supo trasmitirle su
amor. Antes de salir, le advirtió que se había percatado de la presencia
de una par de termitas y le recalcó que no se necesitarían más para iniciar una
plaga.
Un par de meses después, regresó. La puerta estaba abierta. Entró. Sus
pronósticos no habían sido erróneos. Un mar de los diminutos depredadores
avanzaba con lentitud devorándose cuanto estuviese a su paso y a él lo encontró
sentado justo donde lo había dejado: en el banco del piano. Lucía demacrado a
pesar de la sonrisa extensa vistiéndole la cara.
–Padre, se lo advertí. Mire lo que está pasando y usted no hace nada.
Se quedo inmóvil esperando una respuesta mientras el viejo ignoraba su
presencia. Decidió dejarlo y se prometió nunca más volver a visitarle, pero
como todo mundo lo sabe, las promesas no son garantía de nada.
Volvió a regresar. La situación había empeorado. Las termitas se había
devorado casi todo e inclusive algunas tenían el atrevimiento de caminarle por
el cuerpo, de recorrerle el camino de la frente hasta la boca pasando sin pena
sobre sus ojos abiertos.
–Esta plaga es una tragedia… ¿No le importa que sus nietos estén afuera y
quieran conocer a su abuelo?
–Aquí no hay ninguna plaga y además las termitas no comen carne. Déjame en
paz y disfrutar del placer que me ocasionan cuando me caminan por la piel.
Y así pasaron los años, el hijo prometiendo que no
volvería y el padre sin importarle un carajo sus amenazas, hasta cuando el hijo
murió en un accidente de coche, y el padre, sin que nadie lo supiera, sobre el
banco del piano. Al hijo lo incineraron. Al padre, cuando ya no hubo más
madera, las termitas lo devoraron.