martes, 21 de febrero de 2012

Lástima que sea martes


Hoy es un día que vale la pena festejar. Lástima que sea martes, que este mes haya optado por la abstinencia, que si rompo con los convencionalismos y con las promesas hechas, en menos de lo que canta un gallo, se aparezca la cruda moral a fastidiar hasta terminar por echar a perder la fiesta.

Hoy terminé el primer tratamiento de Catarsis, la primera revisión. La alegría es enorme, es muy parecido a ver a un hijo dando su primer paso, pronunciando su primera palabra, claro, me imagino es así, porqué aún no tengo hijos y tampoco veo pa´ cuando. Es muy parecido a terminar una carrera, ya sea de licenciatura o un maratón, a pasar un examen de manejo, a irse de viaje cuando uno destina cada peso de sobra a esa empresa, a presentarse en un recital de flauta para interpretar El Cóndor Pasa después de meses de practicar una liberación sin atropellos.

Estoy muy contento, esa es la verdad; hasta las palmadas en las espaldas podrían sobrarme, miento, nunca sobran, pero ahora, en este justo momento, no me son indispensables. A mi alrededor no hay nadie, estoy sólo entre cuatro paredes y quizá si grito, nadie me escuche, entonces festejo de este modo, escribiendo, para que todos me lean, para que todos me oigan, donde quieran y cuando sea.

P.D. Ya la próxima semana regresaré a escribir los lunes.






martes, 14 de febrero de 2012

El tío Otilio y la discapacidad emocional

En la familia hay una historia de un tío, de un tío a quien no conocí, pero a cada rato nos lo mencionaban cuando le dábamos a nuestro egoísmo rienda suelta o exigíamos un capricho a base de berrinches: –Van a acabar como el tío Otilio –nos decía mi madre o mi tía Amalia. –Solos como unos perros, si siguen así–. Cuando digo que no lo conozco, justo eso quiero decir, ni en fotografía lo he visto, es más, sino fuera por la herencia que le dejó a la tía Socorro, no habría prueba de su existencia y pensaría que sólo se trata de un mito o leyenda como la del Coco usada por nuestros padres como un arma para manipularnos a su antojo.


El tío Otilio, como cuenta la retorcidas lenguas de la estirpe, fue un hombre muy trabajador, ingeniero agrónomo si no mal recuerdo, y todo lo que hizo fue sólo eso, estudiar y trabajar. Ejercer su profesión. A la vuelta de los años, como era de esperarse, se hizo de unas tierras en algún estado, Jalisco o San Luis Potosí, pero en fin, eso da lo mismo. En ellas cosechó, tuvo ganado, decenas de peones, quisiera decir cientos para novelarlo, pero no me consta, entonces pues para que les miento. El punto de esta historia es, el tío Otilio, cuando ya se sintió conforme de haber alcanzado sus metas económicas, sus deseos terrenales, y estaba dispuesto a darle tiempo a la familia, a buscarse una buena mujer y tener hijos con ella, ya tenía unos setenta y tantos años rozando los ochenta y un humor de mil jorobas al cual no había quien no le diera la media vuelta. Dicen, la muerte lo sorprendió solo, pero pienso, hasta con ella estaba molesta por haberse tardado tanto la muy condenada en venir por él. A su funeral asistieron unos cuantos y tal vez esté exagerando porqué es probable, hayan sido menos. Desconozco si murió sin haber experimentado el amor o la amistad, pero hasta donde nos lo cuentan, de eso no hubo nada. En conclusión: qué triste. Entonces cuando escuchábamos como había sido su vida, parecida a la Mr. Scrooge de Cuento de Navidad de Charles Dickens, nos poníamos a temblar y compartíamos de nuestros dulces, prestábamos nuestros juguetes, hasta ganas nos daban de ir a decirle a la niña que nos gustara que se casara con nosotros en la kermesse del día del niño.


Siendo honesto, los últimos años, el 14 de febrero me comportaba como es muy probable lo haya hecho el tío: maldiciendo el día, su tráfico, los restaurantes atiborrados y los excesivos precios de las rosas inclusive hasta en Xochimilco. Ahora por lo menos trato de verle el lado bueno, porque quiero curarme de eso que he bautizado como Síndrome de Discapacidad Emocional.


En cuanto ustedes, si odian como yo antes solía a este día honrando las locuras de ese dichoso Valentín, más que a nada, más que a todo, les digo, no con el afán de asustarlos, quizá sufran de ese mal y más vale que hagan algo al respecto porqué sino pueden acabar como el tío Otilio: solos como perros, sin nadie quien los quiera.


P.D. ¡Feliz día del amor y la amistad!

martes, 7 de febrero de 2012

A eso sabe


¿A qué sabe un puente en la Ciudad de México? Sabe a excursión de escuela, a llevar un día de ventaja, a estampidas dirigiéndose a los poblados de los alrededores, a Santa Fe tan desierto como si tratara de Comala, a un carril de alberca para uno solo y sin necesidad de compartirlo, al aeropuerto Benito Juárez con enamorados sosteniendo, entre las manos, flores, al primo Diego tomándose el tiempo para perderse en un Laberinto –en el de Paz, ¿En el de quién más se podría tratar?– sin preocuparse por el tic tac, por el molesto tic tac, que siempre lo trae a las prisas entre intentos de ciudades y esta inmensidad custodiada por un ángel.

Sabe a residentes uruguayos acusados de argentinos sentados en un café de la Condesa, a visitantes alemanes con bermudas caminando por Reforma, a turistas búlgaros en Polanco arrastrando sus maletas y a los conductores imprudentes –con casi una década de experiencia de conducir entre sus vericuetos– quienes preguntan lo que, es lógico, les es imposible contestar.

Sabe a ermitaños como yo aferrados al valle refugiado entre volcanes, a perros callejeros persiguiendo su merienda, a verdugos disfrazados de oficiales, a vagabundos deleitándose mientras bailan una especie de danza azteca a la mitad de una calle sin importarles si un coche los arrolla y los manda a mejor vida.

Sabe a poca actividad en el Twitter, a Josefina para candidata, al silencio de esos con miles y miles de seguidores, a un Facebook solitario por tres días esperando saturarse para el último de las fotografías de los tantos viajes, a cuentas de Yumbling y Foursquare presumiendo ubicaciones interesantes además de envidiables.

Sabe a un zoológico cerrado, a la decepción de los niños de no haber  conocido al oso panda ni a los cachetes gigantes pendiendo de la cara del orangután viviendo en la jaula número diecisiete, a los gritos ásperos vendiendo rostros de princesas y superhéroes, al lago invadido de lanchas y a sus orillas atiborradas de familias tomando el sol como si reposaran sobre cálida arena, a la frustración que apenas uno se atreve a anunciarla de que Chapultepec podría parecerse a Versalles, pero no quiere y al parecer nunca estará cerca de asemejársele.

Sabe a casas vacías, a mascotas abandonadas, a avenidas holgadas, a hoteles repletos, a mañanas calladas, a noches azules, a madrugadas ruidosas, pero sólo bajo ciertos recintos adecuados para darse a la fiesta.

Sabe a los amigos lejos aunque estén por regresar, sabe a la familia muy lejana aunque siempre lo está, sabe a la voz ronca del tío Ramón mandando saludos a este sobrino quien lleva años sin verlo ni saber de él, sabe a las abuelas, a  sus ausencias, a mi impuntualidad que no me permitió conocerlas, a mis hermanas Paola y Adriana, quienes me sorprende ya no tienen ni cinco y siete años, y ya prefieren vivir la noche de un puerto a chapotear en entre las olas del mar.

También sabe a risas imprecisas en el cine cuando la protagonista de una película de Clint Eastwood está a punto de fallecer, a otros lectores que, entre sus libros favoritos, está Diablo Guardián, a tardes de piano con canciones de Billy Joel, a comidas extensas en terrazas san angelinas dónde las mesas se vuelven paraísos después de que una mirada de chocolate se le derrita a su dueña frente a la Fuente del Risco en la Casa del Mirador.

A eso sabe un puente en la Ciudad de México, a eso le sabe a la vista, al oído, a la piel, a eso le sabe al alma cuando está dispuesta y es raro que no lo esté.