¿A qué sabe un puente en la Ciudad de México? Sabe a excursión de escuela, a llevar un día de ventaja, a estampidas dirigiéndose a los poblados de los alrededores, a Santa Fe tan desierto como si tratara de Comala, a un carril de alberca para uno solo y sin necesidad de compartirlo, al aeropuerto Benito Juárez con enamorados sosteniendo, entre las manos, flores, al primo Diego tomándose el tiempo para perderse en un Laberinto –en el de Paz, ¿En el de quién más se podría tratar?– sin preocuparse por el tic tac, por el molesto tic tac, que siempre lo trae a las prisas entre intentos de ciudades y esta inmensidad custodiada por un ángel.
Sabe a residentes uruguayos acusados de argentinos sentados en un café de la Condesa, a visitantes alemanes con bermudas caminando por Reforma, a turistas búlgaros en Polanco arrastrando sus maletas y a los conductores imprudentes –con casi una década de experiencia de conducir entre sus vericuetos– quienes preguntan lo que, es lógico, les es imposible contestar.
Sabe a ermitaños como yo aferrados al valle refugiado entre volcanes, a perros callejeros persiguiendo su merienda, a verdugos disfrazados de oficiales, a vagabundos deleitándose mientras bailan una especie de danza azteca a la mitad de una calle sin importarles si un coche los arrolla y los manda a mejor vida.
Sabe a poca actividad en el Twitter, a Josefina para candidata, al silencio de esos con miles y miles de seguidores, a un Facebook solitario por tres días esperando saturarse para el último de las fotografías de los tantos viajes, a cuentas de Yumbling y Foursquare presumiendo ubicaciones interesantes además de envidiables.
Sabe a un zoológico cerrado, a la decepción de los niños de no haber conocido al oso panda ni a los cachetes gigantes pendiendo de la cara del orangután viviendo en la jaula número diecisiete, a los gritos ásperos vendiendo rostros de princesas y superhéroes, al lago invadido de lanchas y a sus orillas atiborradas de familias tomando el sol como si reposaran sobre cálida arena, a la frustración que apenas uno se atreve a anunciarla de que Chapultepec podría parecerse a Versalles, pero no quiere y al parecer nunca estará cerca de asemejársele.
Sabe a casas vacías, a mascotas abandonadas, a avenidas holgadas, a hoteles repletos, a mañanas calladas, a noches azules, a madrugadas ruidosas, pero sólo bajo ciertos recintos adecuados para darse a la fiesta.
Sabe a los amigos lejos aunque estén por regresar, sabe a la familia muy lejana aunque siempre lo está, sabe a la voz ronca del tío Ramón mandando saludos a este sobrino quien lleva años sin verlo ni saber de él, sabe a las abuelas, a sus ausencias, a mi impuntualidad que no me permitió conocerlas, a mis hermanas Paola y Adriana, quienes me sorprende ya no tienen ni cinco y siete años, y ya prefieren vivir la noche de un puerto a chapotear en entre las olas del mar.
También sabe a risas imprecisas en el cine cuando la protagonista de una película de Clint Eastwood está a punto de fallecer, a otros lectores que, entre sus libros favoritos, está Diablo Guardián, a tardes de piano con canciones de Billy Joel, a comidas extensas en terrazas san angelinas dónde las mesas se vuelven paraísos después de que una mirada de chocolate se le derrita a su dueña frente a la Fuente del Risco en la Casa del Mirador.
A eso sabe un puente en la Ciudad de México, a eso le sabe a la vista, al oído, a la piel, a eso le sabe al alma cuando está dispuesta y es raro que no lo esté.